Nadie más que el ministro puede predicar en el culto público

Por: Alejandro González Viveros.

Cuando hay algún hermano o joven en la iglesia que comienza a estudiar más la Biblia y que tiene habilidades comunicativas, es común que se le invite a predicar el domingo en el culto público. Cuando una iglesia repentinamente se queda sin pastor por la razón que sea, es frecuente que los miembros comunes más experimentados tomen en sus manos la predicación de cada domingo. Sin embargo, ¿esto es correcto? ¿Cualquier persona con un poco de conocimiento y de habilidades puede pasar al púlpito el domingo?.

Los presbiterianos creemos que nadie más que el ministro puede predicar en el culto público. Existen solo unas pocas excepciones a ello, las cuales mencionaré en un momento. No es mi intención exponer aquí la justificación bíblica para esta convicción, sino simplemente señalar que históricamente ha sido así; eso es lo que nosotros hemos creído desde el principio.

Ya que estamos en esto, quiero abarcar también el asunto de quién puede leer la Palabra en el culto público. Tratemos primero esa pregunta brevemente y luego aquella sobre la predicación.

El Catecismo Mayor de Westminster hace la pregunta: «P.156. ¿Debe la Palabra de Dios ser leída por todos?». La respuesta que da es:

«Aunque la lectura de la Palabra de Dios, en público ante la congregación, NO SE DEBE PERMITIR A TODOS, sin embargo, todas las clases de personas están obligadas a leerla por sí mismas en privado, y con sus familias. Con esta finalidad, las Sagradas Escrituras deben traducirse del original a los idiomas vernáculos.»

Thomas Ridgley, en su comentario sobre el Catecismo Mayor, explica esta respuesta así:

«La única cosa en esta respuesta que necesita explicación es la cláusula: ‘No a todos se les debe permitir leer la Palabra públicamente ante la congregación’. No debemos suponer que existe un orden de hombres, distintos de los ministros, a quienes Cristo ha designado como lectores en la iglesia. Más bien, el significado de la expresión puede ser que no todos deben leer la Palabra de Dios juntos, en una asamblea pública, en voz alta; pues hacerlo tendería más a la confusión que a la edificación. Tampoco debe designarse a cualquiera para leer, sino a aquellos que sean sobrios, piadosos y capaces de leer claramente, para la edificación de los demás. ¿Y quién es más adecuado para este trabajo que el ministro, cuyo oficio es no solo leer las Escrituras, sino explicarlas en el curso ordinario de su ministerio?».

Parece que Ridgley deja abierta la posibilidad de que ciertas personas, además del ministro, lean la Palabra siempre que sean «sobrios, piadosos y capaces de leer claramente». No obstante, Geerhardus Vos, en su comentario del Catecismo Mayor, tiene una afirmación mucho más contundente: «La lectura de la Escritura ‘públicamente ante la congregación’ es parte de la conducción del culto público de Dios, y, por lo tanto, debe ser realizada solo por aquellos que han sido debidamente llamados a ese oficio en la iglesia».

El directorio para la adoración pública (que es un documento mucho más oficial de las iglesias presbiterianas) parece estar en armonía con la afirmación de Geerhardus Vos al decir: «La lectura de la Palabra en la congregación, siendo parte de la adoración pública de Dios… debe llevarse a cabo por los pastores y maestros. No obstante, aquellos que tienen la intención de entrar al ministerio, en ocasiones pueden tanto leer la Palabra como ejercitar sus dones de predicar en la congregación, si les es permitido por el presbiterio.»

Tan limitada está la lectura y la predicación de la Palabra en las iglesias presbiterianas que parece que solo puede haber una excepción y esta sucede cuando se trata de «aquellos que tienen la intención de entrar al ministerio» y solo cuando «les es permitido por el presbiterio». ¡Esto es doctrina presbiteriana!

Pero enfoquémonos ahora en el asunto de la predicación.

El Catecismo Mayor pregunta: «P.158. ¿Quién debe predicar la Palabra de Dios?» Y la respuesta que se da es: «La Palabra de Dios debe ser predicada solamente por quienes están suficientemente capacitados, debidamente aprobados y llamados para tal oficio.»

William Apollonius en su obra «A Consideration of Certain Controversies» (1644), dijo: «Nuestro juicio es que nadie debe predicar públicamente la Palabra de Dios, en la asamblea de la iglesia de los fieles, en el nombre de Cristo y de Dios, sino aquel que es enviado por un llamamiento divino para esa tarea».

Robert Baillie en «The Divine Right of the Gospel Ministry» (1654), dijo: «Ellos [es decir, los independientes] enseñan que el poder de profetizar o predicar públicamente, tanto dentro como fuera de la congregación, pertenece a todo hombre en su iglesia que tenga habilidades para hablar en público para edificación… Las iglesias reformadas otorgan este poder solo a pastores y doctores quienes son llamados por Dios… Ellas [las iglesias reformadas] no niegan a todo cristiano la verdadera libertad de edificar a otros en privado, según Dios les dé ocasión, de manera ordenada… pero no permiten la predicación pública a nadie que no esté en el ministerio o en camino hacia él.»

Finalmente, el directorio para la adoración pública de Westminster dice:

«La responsabilidad y el oficio de interpretar las Santas Escrituras es una parte de la vocación ministerial, y nadie, en ningún lugar (cualquiera sea su aptitud en otro ámbito), debería adoptar estas responsabilidades para sí mismo a menos que sea debidamente llamado por Dios y por su iglesia. Se presupone (según las reglas de ordenación), que el ministro de Cristo es una persona dotada en buena medida para una tarea de tal peso como esta, por sus habilidades en los idiomas originales y en tales disciplinas y conocimientos colocados al servicio del estudio teológico; por su conocimiento de todo el cuerpo de teología, pero por encima de todo por su conocimiento de las Sagradas Escrituras, teniendo sus sentidos y corazón ejercitados en ellas en un grado más alto que el creyente común; y por la iluminación del Espíritu de Dios y otros dones de edificación.»

¡Esto es parte de las convicciones de nuestra iglesia! Es parte de nuestra historia y doctrinas.

¿Qué implicaciones tienen estas verdades? Esto implica que si eres un joven que se identifica con la doctrina reformada o presbiteriana y en tu iglesia se han dado cuenta de que tienes cierto buen nivel de conocimiento y de celo por la Palabra, y debido a ello te invitan a predicar en el culto público, pero tú no eres ministro ni estás formalmente en el camino a convertirte en uno, entonces rechazar tal invitación a predicar sería lo más consistente que podrías hacer conforme a la doctrina que profesas adherir. No solo eso, rechazar tal invitación dignifica la predicación pues comunicas que no cualquiera puede subir al púlpito a realizar una labor de tan grande peso.

En el pasado (y todavía en el presente en algunos lugares), en las iglesias presbiterianas donde existe una congregación pero no hay pastor, se leen predicaciones de ministros del pasado. Y ahora, con la tecnología que tenemos, se reproducen videos de predicaciones de ministros de otras iglesias presbiterianas. No obstante, los presbiterianos seguimos negándonos a promover que cualquiera con habilidades comunicativas y un poco de conocimiento de la Biblia comience a predicar en la iglesia. Se requiere un llamado de Dios y un oficio eclesiástico para hacer eso. Poner la predicación en manos de un cualquiera rebaja la dignidad de esta ordenanza divina.

«No envié yo aquellos profetas, pero ellos corrían; yo no les hablé, mas ellos profetizaban» (Jer. 23:21).

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